Un viaje en vespa de Madrid a Navia, el don de la elocuencia y un fuerte compromiso por su tierra: los orígenes de la empresa lechera continúan marcando su identidad y su éxito en llevar quesos, leches y postres a todo el planeta
El concejo de Navia es un perfecto ejemplo de lo que creemos que es Asturias: tiempo fresco, cielo ambivalente, orbayu incesante, prados verdes, rías apacibles, costas accidentadas y bosques tupidos. Este pequeño pueblo es una de las razones por las que el occidente de Asturias es conocido como “la pequeña Alemania”. Aquí se asientan potentes industrias de papelería o astilleros. Sin embargo, la empresa Reny Picot es quien termina de completar el estereotipo más popular de zona: vacas, leche y quesos. Francisco Rodríguez (Cangas del Narcea, 1937) fundó la corporación con tan solo 22 años. Ahora, a sus 88 años, ostenta otro cargo muy particular: “Soy un señor que sobrevuela las instalaciones”, afirma con una sonrisa.
Rodríguez ha forjado un imperio lácteo gracias a su capacidad para hablar con todo el mundo: con vecinos, propietarios y agentes, con su familia e, incluso, consigo mismo. Convierte las casualidades en oportunidades, y las oportunidades en realidades. Sus ideas y planteamientos siempre parten de una brillante claridad, hace fácil lo difícil. Quizá por eso Reny Picot es una multinacional que exporta productos lácteos por todo el mundo y emplea a miles de personas sin moverse de Navia.
Un salón de bailes y un toque francés
En 1959 no existía industria láctea alguna en el occidente de Asturias. Los vecinos del valle de Navia no eran propietarios, sino jornaleros que trabajaban la tierra para los dueños de las fincas. Solían llevar la leche de sus vacas en pequeños recipientes hasta una máquina desnatadora, un artilugio primitivo que funcionaba a manivela, con la que separaban la grasa de la leche en forma de nata. La leche desnatada, carente entonces de valor, se desperdiciaba o se daba a los cerdos. Para las casas quedaban unos pocos litros. Eso era todo.
Francisco Rodríguez cuenta, con una sencillez apabullante, que su idea de fundar una fábrica surgió, en gran parte, del recuerdo de un viaje. Había viajado a Navia desde Cangas del Narcea con su abuelo cuando tenía solo 10 años. A finales de los cincuenta, residiendo en Madrid, rondaba por su mente emprender una fábrica, y recordó aquellos valles atravesados por el río Navia, las suaves ondulaciones de su terreno cubierto de verde, la costa y las playas. Pensó que era un sitio ideal. Tanto que se impuso respetar el entorno y sus gentes: “Quería mantener la memoria de aquel niño”.
Con una enorme determinación, viajó de Madrid a Anleo (Navia) en su moto Vespa para ver todo aquello con sus propios ojos. En efecto, era su lugar. Preguntó a los lugareños por algún local, nave o edificio que sirviera de primera sede. Le hablaron de tres o cuatro posibles locales; el mejor, sin embargo, era un salón de baile que estaba clausurado porque el cura de la localidad detestaba el baile. Habló, negoció y convenció: “Convertimos aquel salón de baile en una fábrica de queso”, sentencia Rodríguez. El alquiler costaba 500 pesetas mensuales.
Pero, entonces… ¿Por qué llamar “Reny Picot” a una fábrica asturiana? Su fundador asegura que la vida está llena de casualidades y ocurrencias que nacen con cierta ligereza, pero que, con el tiempo, se pueden convertir en el fundamento de una empresa internacional. En España solo había en aquella época dos tipos de quesos: el manchego y el de bola (que hoy ni siquiera existe). Su tío Joaquín, director de una pequeña empresa de quesos en El Escorial, le propuso fabricar camembert, un queso de leche de vaca suave y cremoso, puramente francés; no tendría competencia en todo el país.
Y Francisco, que había aprendido a leer y a escribir en francés antes que en español, unió los puntos. “Busqué un nombre que sonara bien, que sonara francés, y que fuera fácil de pronunciar en español”. Desde esa misma sencillez planteó “René Picot”, pero un agente de propiedad industrial al que acudió para registrar la marca le puso sobre la mesa un problema y una solución. René Picot podía ser el nombre de cualquier francés vivo, y debía, por lo tanto, buscar en una guía de teléfonos a cualquier ser humano así llamado y pedirle autorización por escrito para usar su nombre. La cara de desilusión de Rodríguez fue categórica. El agente propuso entonces una solución todavía más simple: cambiar “René” por “Reny”; seguía sonando francés y también resultaba fácil en español. Eso fue todo. “Después, todo el mundo pensó que éramos franceses, hoy en día alguno lo sigue pensando”. Y así, jugando al despiste, Reny Picot comenzó a crecer dentro y fuera de España, sobre todo entre la década de los 80 y los 90.